(Una entrevista imaginaria con Eric Clapton)
Publicado en:
Rosario/12, Diciembre de 2008
y Revista Literaria Catarsis, México DF, 2009
Mucho tiempo después, lejos de Nueva York, miro la lámpara fría y muda que cuelga del cielorraso de mi habitación. Es de madrugada. El silencio me asfixia, me tragadentro. Entonces pienso algo que a él, tal vez, le hubiese gustado escuchar: Yo no le temo a Dios, pero creo que el mundo, sin música, sería un error siniestro. Por eso temo a un mundo sin Johnson, sin Stravinsky, sin Piazzola. Le temo a un mundo sin Clapton.
Vuelvo
a cerrar los ojos. Hay una ventana de roble que da a las veredas soleadas de
Park Avenue. Y al otro lado, un hombre que me saluda con un leve movimiento de su
mano. Esa mano. La lenta. La de milagros.
Publicado en:
Rosario/12, Diciembre de 2008
y Revista Literaria Catarsis, México DF, 2009
Cruzar
la ciudad me bastó para comprobarlo. Hay demasiada gente en Nueva York. Por eso
llegar a Park Avenue es siempre placentero. Una tregua de aire fresco en la
gran Babel.
Miro
las flores del boulevard y los árboles abombados sobre las veredas anchas. Las
residencias son, casi siempre, escalones arriba, flanqueadas por una estrecha
franja de césped esmeralda. Clavados al pie de cada árbol, pueden verse unos
cartelitos muy sobrios, muy ingleses, que dicen algo así como “cub your dog”.
(Más tarde, un argentino, que descansaba sentado sobre el capó de su taxi, me
traduciría los carteles al criollo: “Cuide que su perro no cague en esta
calle”).
Hasta
la brisa matinal, en Park Avenue, parece una gentileza.
Llevo
apenas un cuaderno, un grabador y un CD que compré hace apenas media hora, en
una tienda de Times Square. Llego a la puerta diez minutos antes de lo
previsto. No me avergüenza admitirlo: siento un miedo arcano, que me nace de
los huesos y termina por juntárseme en los pómulos. Veo la foto y el título del CD: "Me and Mr. Johnson". Todavía no lo creo.
Hago
sonar el timbre. Una muchacha me recibe con una sonrisa
cansada. Me invita a pasar. Caigo en la cuenta que estoy en casa de Eric
Clapton cuando la puerta se cierra a mis espaldas y cesan los ruidos de la
calle. Miro las paredes del hall: no hay guitarras, ni discos de platino, ni
fotos de conciertos. Tan sólo unas pinturas recatadas y la certidumbre de su
presencia, cubriéndolo todo, como una niebla.
El
hombre que es leyenda está recostado en un sofá, sosteniendo un periódico
doblado a la mitad. Toma el té como lo que es: un prócer inglés. La luz de la
mañana le deja en sombras la mitad del rostro. Tiene el aire de un Duque
retratado.
Nota
mi presencia y sonríe. Su boca delgada es como un trazo de óleo. Me asombra la
manera pausada con que se quita los anteojos, la suave e inaudible forma con la
que se pone de pie. Ese hombre es la paradoja del silencio.
Conoce
mi idioma, dice “buenos días”. Me pregunta si conozco Palma de Mallorca. Allí
estuvo un tiempo y aprendió algo de español, a manos de una morena. No sé por
qué le miento, le digo que sí, que conozco Palma de Mallorca. El apretón de su
mano me sacude algo adentro. “Slowhand”, le llaman. “Mano lenta”. Esa mano y su
guitarra me marcaron. Toda mi adolescencia parece suspendida sobre los acordes
de “Cocaine” y “Wonderful tonight”. Ahora esa mano sujeta la mía y tengo la
impresión que, al soltarme, el mundo entero se va a desplomar.
-¿Cree
que podremos terminar en una hora? –pregunta.
La
leyenda tiene un aire de hombre sereno. Sabe que le llaman “Dios” y lo acepta,
aunque sospecho no le agrada. Debe pensar que un dios hubiese evitado ciertas
cosas. Por eso es cortés pero esquivo, un tipo de lejos, que habla siempre
desde otro lado. En él hay algo muerto.
Enciende
un cigarrillo. Durante años estuvo alejado de los vicios, pero desde la muerte de su
hijo ha vuelto, como mínimo, al tabaco. Sospecho que en cada bocanada exhala
algo del infierno que lleva adentro. Con el tiempo los ojos se le han hundido
en la cara, pero mantiene esa mirada ilustre de portada de álbum. Observo su
barba de cinco días.
“Esa
barba –pienso- es la de siempre. Jamás le ha crecido, jamás se la ha quitado”
Evito
la pregunta del tabaco y cualquier referencia al nuevo disco, que él ya
advirtió sobre mi cuaderno.
-Espero
que le agrade –me dice.
-Ya
me agrada. Lo he escuchado, como mínimo, veinte veces. Es para obsequiar, si no
le molesta autografiarla.
-Será
un placer.
No
quiero preguntarle sobre muertos. Ni sobre este disco nuevo, que es
incuestionable. Dejo que me hable de las giras, del hastío de las multitudes,
de su nostalgia por Londres, de su escaso conocimiento sobre las bandas
actuales. No hay música nueva para Clapton. Todo se repite desde que un tal
Robert Johnson tomó una guitarra a orillas de un río y se puso a hacer blues.
-Fue
ayer, en Mississippi. O hace mucho, como usted quiera. Da lo mismo. No ha
habido nada nuevo desde entonces. Todos los demás nos dedicamos a repetirlo,
estamos condenados a repetirlo. Me and Mr. Johnson. You and Mr. Johnson. Everybody
and Mr. Johnson.
-Pero
usted es Dios.
-No.
No lo soy –dice sonriendo. Y sigue hablándome.
Mucho tiempo después, lejos de Nueva York, miro la lámpara fría y muda que cuelga del cielorraso de mi habitación. Es de madrugada. El silencio me asfixia, me tragadentro. Entonces pienso algo que a él, tal vez, le hubiese gustado escuchar: Yo no le temo a Dios, pero creo que el mundo, sin música, sería un error siniestro. Por eso temo a un mundo sin Johnson, sin Stravinsky, sin Piazzola. Le temo a un mundo sin Clapton.