Éramos niños y vivíamos, sin saberlo, en un pueblo
condenado. Quizás fuera ése nuestro pecado original.
San Esteban ya era por entonces un puerto de fantasmas, que
se adivinaba detrás de los médanos como un vano pincelazo de óxido y malezas.
Su linde con el mar no hacía más que acrecentarle los márgenes sórdidos, las
dársenas enmohecidas y silenciosas. Nacido como embarque de granos, carecía de
las costaneras que caracterizan a las poblaciones marítimas. San Esteban era un puerto de espaldas al mar. Por aquellos años -los de mi
niñez- el progreso de otros pueblos había relegado sus ventajas comerciales, y apenas se lo mencionaba como "asentamiento pesquero" . Las
viejas industrias quedaron abandonadas en los médanos laterales, poblándose sus
muelles de barcos semihundidos y gaviotas hambrientas. Los botes de pesca
amarraban a un costado, en las escolleras, y esa era toda la actividad de San
Esteban.
Recuerdo la escuelita, la capilla, el almacén de ramos
generales. El bar de Roque, donde los pescadores se burlaban de
nosotros, contándonos historias de monstruos y marinos valientes. Había cuatro mesas perdidas en la holgura del salón, y un largo mostrador
donde el viejo Roque servía las cervezas. Íbamos al bar porque tenía
un "metegol". Nos quedábamos allí hasta que pasaban las tormentas de
arena y luego volvíamos al puerto abandonado, a construir nuestros fuertes y
cuarteles generales.
El bar de Roque era una gran ventana al mar. Desde sus mesas
podían verse la costa y el amarradero. La línea del horizonte divorciaba el mar de un cielo casi siempre ceniciento. Los pescadores bebían y
conversaban sin quitar la vista de la ensenada, en las mesas torpemente
amontonadas junto al cristal. Muy a menudo, alguno preguntaba:
-¿Cuándo va a llegar?
-Ya va a llegar, con la tormenta del sur.
-Es cuestión de tiempo…-decía otro.
Entonces el bar se inundaba de miradas oscuras, algo
parecido al miedo, o a la quietud sombría del aire cuando viene una tormenta.
Los pescadores terminaban sus cervezas y se arrastraban, como si fuesen almas en pena. Jamás nos
atrevimos a preguntar qué cosa anunciaban los marinos con tanta pesadumbre.
Pero rápidamente nos olvidábamos del tema. Nuestra ligera atención de niños se
volvía a los juegos y a las expediciones a los barcos encallados.
Al pueblo le quedaban, apenas, unos cien habitantes. La pesca no lograba sustentar las demás actividades y muchos se vieron obligados a partir. Poco a poco, San Esteban se fue desangrando. Me fui quedando sin amigos. Mi madre y mi hermano insistían en quedarse, porque el negocio del pan aún alcanzaba para vivir. Vivíamos en el centro del pueblo, frente a la capilla, en una casita que había construido la cooperativa portuaria. Mi padre enfermó poco tiempo después y lo último que me dijo fue “no te quedes a esperarlo”.
Lo entendía algunos meses más tarde, escuché a mi hermano
hablando con mi madre, en el patio de la casa, mientras limpiaban los hornos.
-Ya está aquí. ¿Qué vamos a hacer?
-Nos vamos a ir –dijo ella- Hay que preparse.
Entonces creí saber de qué hablaban. A qué le temían los marineros y también mi padre, que antes de morir quiso ponerme a salvo. De algún modo ese fantasma, que nunca se había manifestado más que como un destino ineludible, como una bruma en los corazones y en las calles, nos habitaba a todos, nos privaba de cualquier resabio de esperanza. Y prometía sorprender la vida gris de nuestro pueblo, una tarde cualquiera, para darnos un último, definitivo revés. Porque cada despojo, cada exilio, cada muerte, eran leves marejadas que él enviaba hacia nosotros, eran preanuncios de que un día iba a expiar las culpas de San Esteban. Y ese día había llegado.
Desde el patio de la casa corrí hasta el
bar de Roque, donde supuse que ya habría pescadores bebiendo. Iba resuelto a
hablar, a decirles que lo sabía.
-Es la muerte –me iba repitiendo- Es la muerte que viene en un barco. Es la muerte que viene en un barco al puerto de San Esteban a buscarnos a todos.
Al llegar al bar lo encontré cerrado, algo muy extraño a esas horas de la mañana. Miré a través de los vidrios y comprobé que había sido abandonado. Ya no estaban las mesas, ni el metegol. Tan sólo el mostrador, atravesado como un féretro amarillo en medio del salón. Tampoco había gente en las calles, salvo un pescador que fumaba con la vista perdida en algún lugar del puerto, envuelto en un viento arenoso que soplaba desde el sur. Me acerqué a él.
-Ya llegó –balbuceó el viejo.
-¿Y donde están todos?
-Todos se fueron –dijo sin mirarme.
Corrí a casa tan rápido como pude, con temor a que los míos
también se hubiesen marchado. Pero estaban ahí, esperándome en el umbral. Habían
envuelto mis cosas en una manta vieja, que enseguida me cargaron
al hombro.
-Hay que apurarse -dijo mamá.
Echamos una última mirada a San Esteban y caminamos por la calle principal, rumbo a las afueras. Fue casi un kilómetro de ripio hasta el cruce de la ruta. En el camino nadie habló, ni miró hacia atrás. Yo lo hice, por última vez, antes de subir al autobús. Allá lejos, mi pueblo destilaba un silencio sombrío.
publicado en Antología "Literatura de Santa Fe", 2002