La música es la hija
pródiga de la geometría.
La música es una geometría
cuyas incógnitas se resuelven
despejando las variables del silencio.
La geometría huye siempre hacia su fin,
mientras que la música -non tempus-
solo reposa en sí misma.
Salvo ese detalle,
madre e hija se parecen en todo.
Comparten la operación
de sus verdades,
la precisa feminidad de sus leyes.
Habitan la rigurosa casa de la armonía,
aunque ocupan habitaciones distintas.
Ocurre a veces que, mientras la
geometría duerme,
la música abre sus ventanas
a ciertos espíritus indóciles
/ tangentes
que con un desparpajo feroz
ponen patasarriba los muebles de la casa.
Podría decirse que: en hora secreta
púrpura de yemas en abierto armisticio,
de alcohol y de heroína en rincón oscuro,
Waltz for Debby pinta pasmos
a rostros tarantulados en repisa,
espectro de flacucho desvaído,
marco grueso y cigarro de brasita de imposible,
despejando silencios según leyes de
mundo que gira al revés
y colores perdidos que van a pegarse
al techo, obra y gracia de este tipo
que lleva en el bolsillo angustias como bemoles
para convertirlas en estrellas
al primer ofrecimiento de un piano,
un brandy y cualquier ventana de luna
que evoque ojos de madre,
sonrisa de amigo muerto…
Por la mañana, en el desayuno
la música hablará de este espíritu tangente
y de sus breves fiestas de ruptura;
al tiempo que su madre
sonreirá mientras descree
/ para sus adentros
/ y con la severa razón de sus leyes
que tal cosa haya sido posible.
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